sábado, 27 de febrero de 2010

EL PERRO


Cuando lo conocí no imaginé que el apodo hiciera gala a su comportamiento. Lo llamaban perro y a decir verdad, la primera vez que escuché que lo llamaban como mascota, sentí que lo estaban ultrajando.


El día que entró a casa por vez primera, parecía que estaba ladrando: no tuvo reparos en comentarme todas sus penas, que eran muchas. Yo pensé “perro que ladra, no muerde” y al pasar de los días, me dí cuenta de que no me había equivocado. Poco después, se encerró en un mutismo misterioso. Cuando le pregunté que por qué no quería seguir sacando sus penas me respondió que con eso le bastaba.

El perro resultó ser un amigo obediente, fiel y sumiso, como la mayoría de perros de buena índole. Lo conocí hace cinco años cuando me mudé de ciudad. No tenía a casi nadie, salvo a mis tres hijos que vinieron conmigo en calidad de maletas, como todo lo demás, incluyéndome a mí. No sabía cómo resultaría la aventura del cambio de casa y mucho menos cómo nos batiríamos con un nuevo vecindario y con nuevas amistades. Empaqué sin pensármelo dos veces, tomé la determinación del cambio casi por miedo y en la rapidez de la decisión, todo fue de una velocodad vertiginosa, como si fuese un ciclón del cual era imposible salir o volverse atrás a riesgo de ser devorado por el mismo.

La renta de la casa se la daba fielmente al perro todos los meses y de ser el encargado de la recolección de la renta, pasó a ser parte de nuestra mal avenida familia. En estos primeros meses en que todo fueron prisas y malos humores debido a la re-adquisición de un hogar, el perro fue el amigo que siempre tocó a nuestra puerta para ofrecernos su ayuda.

Parecía que movía la colita cuando al no más entrar, le ofrecía su jugo de papaya con leche que era su bebida favorita. Lo digo por el contoneo de su cintura. Se sentía mimado y se movía de una manera única y particular. Y luego como para darme las gracias, ya que era de pocas palabras, se apoltronaba un rato en el sofá de la sala y se distendía arqueando sus extremidades en un alarde de confianza.

Al darse cuenta de que yo no paraba de moverme con las tareas diarias caseras y con tres niños que fregaban el día entero, el perro venía puntualmente a diario, a cambiarle los pañales a Ignacio, mi hijo pequeño. Entraba en la cocina como perro por su casa, le hervía el biberón y cuando yo estaba en lo mejor de mis prisas prepararando a Teresita y Margó a vestirse para la parada del bus, ya Ignacio estaba bien bañado, sentadito con su incipiente pelo rubio saliéndole de la calesita en el jardín.

No tuve más remedio que decirle al perro, perro, a pesar de que al principio me había provocado indignación. Al poco tiempo y con los nuevos amigos que hice en el vecindario, me dí cuenta del respeto y cariño que le tenían. A él nada parecía tocarle y ofenderle, era el nombre sobrepuesto desde que era niño, de manera que la costumbre lo hacía sonreir y comprender. A fin de cuentas, todos los perros son fieles y por eso dicen con acierto, que son los mejores amigos del hombre, mucho más que el hombre mismo.




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