Recordé todo el pus que salió cuando me hicieron la incisión. Estaba recostada en la camilla de emergencias, una cama estrecha en un cuartito mal ventilado y sucio. Aún recuerdo, como si fuera ayer, el enorme tragaluz que veía al centro de los cubículos. Mis papás me habían llevado asustados y apenas tuvieron tiempo para vestirse. Todo sucedió en una continuidad de eventos rápidos que no nos permitió hacer una cita decente y tranquila en una clínica particular.
Me había cortado la mano de la manera más tonta. Iba en el turibús con mis papás, en un viaje a las ruinas de Petén, y como no habían suficientes asientos, me quedé parada sosteniéndome de las varillas de los lados. Un fino y punzante clavo se me insertó en el dedo gordo de la mano derecha y sólo logré emitir un gritito de dolor que hizo que todos los turistas me voltearan a ver sorprendidos. Mi mamá, quien iba parada a mi lado, sólo me pasó un pañuelo para que secara la sangre que comenzó a manar de la herida, escandalosamente.
Creo que mis papás se olvidaron del asunto, me compraron un bote de alcohol, me pusieron unas curitas y me enseñaron a limpiarme la herida que era minúscula, pero como supimos más adelante, muy profunda y no le volvimos a dar importancia. El dolor era inexistente. Todas las mañanas me ponía alcohol sobre la herida -eso sí que dolía, pero sólo duraba unos pocos segundos- y me la volvía a tapar con la curita. Noté a los 3 días que comenzó a emitir un mal olor, pero pensé que eso pasaba con todas las heridas. Y cada vez que me cambiaba de curita, me salía un espeso líquido blanco.
El día que me llevaron a la emergencia fue aquel en que en la mesa del desayuno mi madre preguntó "¿qué huele en la mesa? y yo cándidamente le respondí "mamá, mi herida, ¿no recuerdas?" Ella y mi papá me destaparon la pequeña herida y casi se van de espaldas al darse cuenta de que estaba llena de pus. El olor que despedía era insoportable. Yo apenas era una niña y no sabía de las cosas del mundo. Mientras no hubiera tanto dolor, lo demás no me preocupaba.
Volví de mis recuerdos cuando llegó la enfermera a anunciarme que mi hija estaba bien, que ya podía pasar. El médico me había dicho "espera afuera, sólo serán unos minutos" y esperé en la banquita blanca de los pasillos. No me dí cuenta en qué momento empecé a sudar frío. El recuerdo de la herida de mi niñez fue la detonante de mi desmayo.
La mente, hay veces, hace reaccionar al cuerpo en formas misteriosas...
ResponderEliminarLuceta