domingo, 28 de febrero de 2010

REFLEXIONES DE UNA ANCIANA ANTE SU MUERTE



Estoy muriendo en una vieja cama de hospital y no puedo evitar el pensar que existe tanto culto a la juventud y tanto desprecio por lo viejo y lo caduco. El momento de la vejez y la muerte llega inexorablemente y no podemos vencerlo a través de atajos y viejos trucos. Me siento triste por no haber sido más aventada y por todo aquello que no aprecié en su debido momento; la caída de la tarde junto a la ventana en momentos de soledad; los juegos de los niños y sus risas frescas a la orilla de la playa. Cuántas veces dejé de expresar lo que quería por miedo al rechazo. Aún no sé si es demasiado tarde para ponerle un alto al miedo, pero imagino que muy pronto moriré y que todas aquellas ilusiones que construí –mis hijos, mi casa, el amor hacia mi esposo y relaciones- tuvieron un significado. Así lo quiero creer. Es extraño temerle a este momento y sentir que estoy en él y que no puedo huirle como hice siempre cuando sentía que el estómago se me encogía del temor. Ahora siento una bola dura en él todo el tiempo, pero no puedo escaparme de mí misma.

Sólo me quedan los recuerdos del viaje que inicié hace 86 años y todas las veces que huí a lo largo de mi vida con tal de no enfrentar el dolor –del rechazo, de qué dirán, de la despedida de un ser amado- y el temor a lo desconocido. Escapé de dos matrimonios insatisfactorios y con la lectura y la escritura me remontaba a lugares inaccesibles, lejanos y apetecibles. Construí mi mundo de manera muy sencilla; ahora me alegra recordar los almuerzos de los sábados y los lunes que siempre reservamos para comer en familia.

Me levanto de la cama con gran esfuerzo y me sitúo frente a un enorme espejo colgado delante del tocador. Quiero tener este espacio para verme detenidamente y observar mi cara antes de morir. Un poquito después, será demasiado tarde: son mis últimas reservas de energía. ¡Dios!, tengo mi cara repleta de arrugas. Las ojeras son horribles, como dos mantas que cuelgan de mis ojos. Seguro por tantas noches de insomnio, las de ahora, las que vinieron junto con mi enfermedad. Le he temido tanto a este momento. Mi vista cansada, lo puedo observar en mis ojos que tratan de sonreír. Es patético ver dos rayas azules sin vida; y el rictus de mi boca que quiso convertirse en sonrisa, pero que ahí se quedó, a medias. Llegó el momento tan temido, el de aclarar cómo he vivido. No tengo dónde huir y refugiarme y sólo me quedan los recuerdos y las recias reflexiones en mis estados de vigilia. Estoy muy cansada y sé que muy pronto voy a morir. Este viejo cuerpo no me da para más, aunque traté de darle todo: nunca me fui a los extremos –no bebí alcohol, no parrandié, no consumí drogas- y viví la vida con más aburrimiento que los demás –lo digo porque así me lo decían- quizá con el anhelo de preservarme joven y fuerte. Pero tarde o temprano, la muerte nos alcanza y no hay nada que la detenga.

Recuerdo los años que fui joven y bonita y creí tenerlo todo: Hijos sanos y robustos y un esposo que adoraba. La vida se lo lleva todo: los buenos y los malos momentos. Ha sido una loca carrera en contra de las agujas del reloj. ¡Era tan joven y llena de vida! No sé por qué algunos llaman a la vejez “los años dorados”; de dorados no tienen nada, en todo caso, de gris, porque ya nada se vive con la misma intensidad y pasión. Al menos, no las buenas cosas, porque el temor sí se vive de cerca y por más que tratamos, no se nos escapa. La sabiduría que se almacena con los años no me extingue el temor a vivir bajo este mismo cuerpo viejo, gastado, que me tiene atada a esta cama de hospital y a mi muerte inminente, prisionera de mi propia enfermedad.

La muerte de mis seres más queridos ha quedado impregnada en mis recuerdos como un ejemplo de valor y valentía. La muerte de papá –hace de eso 25 años- por ejemplo, fue de las más pesadas. Aun la recuerdo nítida, como si fuera ayer. Su sentencia de muerte en aquella habitación donde yacía postrado del cansancio. Parecía que se nos iba y su salud estaba impecable –según nosotros-, pero de tanto dormir tuvimos que obligarlo a examinarse. Tenía un cáncer que se lo carcomía por dentro. Nos llegó como un mazazo en plena cara. Dos meses de vida. No, cualquier cosa, menos mi padre. ¡Lo amaba tanto! Fue preciso decírselo a él y el médico –con la obligación de ser claro y honesto- le dijo “Don Federico, le hicimos los exámenes del tórax y hemos encontrado que tiene cáncer en el páncreas y el hígado. Su estado es grave, sin embargo todavía tiene vida. No soy Dios para decirle cuánto le queda por vivir, por eso quiero pedirle que goce con lo que tiene y hágalo al máximo. Vaya donde quiera ir y no subestime nada de lo que le pida su cuerpo y su alma. Va a tener los mejores cuidados, su familia lo acompañará en todo el proceso y no va a sufrir dolores porque yo lo voy a impedir. Se lo prometo”. Y él con aquel gesto tan valiente –hasta en el último momento- le contestó. “Así es la vida doctor”, se dio la media vuelta y se quedó dormido. Murió quince días después.

Me pregunto si yo tendré su mismo valor. Ahora que me miro al espejo descubro las similitudes: aquellos ojos azules tan cansados, quizá de tanto llorar, quizá de tanto vivir… Nunca creí que nos pareceríamos tanto. Pero él enfrentó la vida, toda, la abarcó completa, la mía sólo ha sida una huída de aquello a lo que más temo. Y yo que siempre deseé vivir con plenitud e intensidad. Esto sólo lo logran los espíritus intrépidos y atrevidos, los que no temen tanto y van por la vida conquistándolo todo. La muerte para ellos quizá sea una nueva conquista, la de alcanzar la paz y algún estado de sintonía con el más allá. Qué sé yo cómo sentirán los demás. Estoy tan cansada que ya no sé lo que digo.

Sigo observándome en este viejo y gastado espejo –como yo, quien lo iba a decir- y descubro que aún a punto de morir tengo la misma sonrisa de lado. No quiero ser pesimista y me doy cuenta de que todo lo que pienso son como nubarrones negros, llenos de malestar y melancolía. No quisiera que la llegada de mi muerte me arrebatara el entusiasmo que tuve por la vida. Quizá morir sólo sea un descanso del cuerpo, pero el alma –que dicen es eterna- seguirá siempre joven. Si fuera así, la muerte tendría mayor sentido. ¿Y los seres amados? Esa obsesiva preocupación por dejarlos bien: listos para que no me extrañen al punto de desorganizar sus vidas, y con una renta admisible con la que puedan vivir sin mayores preocupaciones y trabajos. ¡Ay mi hija! Igual de luchadora que yo y con esa voluntad tan firme para hacerlo todo, a pesar de los escollos. Veo sus ojos como si fuera una niña y sé que mi muerte le opacará la mirada, sus ojos tan verdes ya no serán dos luceros, sino andará unos meses con la mirada perdida de tanto llorar. Eso me acongoja.

Observo mi cara muy pálida: dicen que tengo los glóbulos rojos muy bajos. La leucemia me está matando. ¿Dolor? Ninguno. El dolor lo llevo por dentro, porque sé que me quedan pocos días, pocas horas, pocas semanas, no sé, lo que el Señor disponga. Con el pretexto del frío en mi cabeza, me ha dado últimamente por ponerme la vieja gorrita que era de papá. Es lo único que me queda de él, aparte de los recuerdos. En realidad creo que me la pongo para que su valor me contagie: sigo con este miedo. Esa media sonrisa sólo quiere aparentar lo que no es, evadir ese pensamiento perpetuo de vacío, de incertidumbre, esa idea de caer en un lugar sin nombre –cielo o infierno como todos dicen- que me llega en las noches de insomnio. Siempre cuestionándome mi partida, cómo será, si habrá o no dolor, si estaré sola o acompañada. Si el dolor de mis hijos será soportable o podrán proseguir con sus vidas con valor. Son los pensamientos los que más nublan la quietud de mi cuerpo gastado que está implorando el reposo. Aquí me atienden tan bien, duermo cuanto quiero, las enfermeras me platican y me atienden como persona, es decir, con humanidad y respeto. Saben muy bien cómo preservar la dignidad. Y no tengo que hacer nada. Ya no tendría las fuerzas como antes. ¡Estoy tan fatigada! Pero no me miento. Sé que voy a morir y tengo miedo, mucho miedo. ¿Acaso no lo denotan mis ojos? Sólo yo sé lo que se siente aparentar lo que no se es: ser feliz cuando en el fondo lo único que quiero es gritar y pedir auxilio. Pero no, hay que comportarse incluso en el lecho de muerte. El miedo hay que tragarlo “hacerlo una bola” como papá decía y quitarlo del medio. ¿Por qué pienso ahora tanto en papá?

Aun así, en este poco o mucho tiempo que me quede de vida, voy llenándome de algo nuevo que sólo sentí al momento de la partida de papá: esta suave sensación de una tibieza que entra en el pecho… Me recuerda la palabra Amor. ¿Será porque estoy cerca del momento cumbre? Mejor me duermo y dejo que mis pensamientos locos descansen. El sueño es apetecible, es estar en lugares nuevos e inaccesibles, como leer y escribir.

¿Hay alguien aquí? Estaba a punto de dormirme cuando escuché en susurros la palabra “huida”, ¿fui yo quien la pronunció o fue alguien quien muy quedito la sugirió en mi oído?

2 comentarios:

  1. ¡Hola amiga!
    Es muy duro pero muy necesario decir lo que supone el momento cercano a la muerte. Yo viví algo parecido a los 36 años. Hoy tengo 59. Tuve otra oportunidad. Creo estar aprovechándola. Disfruto de todos los pequeños detalles que la vida me ofrece.
    En la vorágine en que vivimos, con el apuro, nos olvidamos de disfrutar. Corremos por todo y no llegamos a disfrutar todo eso por lo que corremos. Hay que tomarse una pausa cada tanto y atender esas pequeñas cosas, las más importantes, las cosas por las que corremos...LA VIDA MISMA.
    ¡UN ABRAZO!

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  2. Perdona que jamás te respondí. Dejé este blog a la deriva y lo estoy retomando. Lo mío es un relato de ficción, no he llegado a vivir ese momento, pero así lo imagino. Me alegra que la vida te haya permitido tener una segunda oportunidad y que la vivas como debe de ser: con pasión. Gracias por comentar.

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